San
Valero fue Obispo de Zaragoza en el siglo IV, maestro
de San Vicente Mártir y confesor de la fe cristiana. Los documentos no nos dicen mucho de él. Sí que
sabemos que estuvo presente en el primer concilio español del que existe
noticia: el de Elvira, en Granada (306). El poeta Prudencio añade que fue su
diácono Vicente, muerto en Valencia, quien le acompañó en su cautiverio
hasta la ciudad del Turia, durante la persecución de Diocleciano, y en
donde salvó la vida, ignorando por qué causa concreta.
La
tradición posterior, más novelesca, nos dice que San Valero era de
difícil palabra, acaso un poco tartamudo y que en el tribunal
valenciano ello dirigió la atención principal al apasionado Vicente, que
quiso hablar por ambos y pagó con la vida su atrevido discurso.
Tras la invasión musulmana y cuando acababa prácticamente de nacer el
Reino de Aragón, llegaron noticias del descubrimiento de sus
restos en el Pirineo. Se supuso, entonces, que el obispo había sido
exiliado a aquellas tierras poco hospitalarias. En 1050, lo que se creyó
era su cuerpo venerable fue llevado a la sede episcopal de Roda de
Isábena, entonces cabeza eclesial de Aragón.
Cuando las tropas de
Alfonso I y de Gastón de Bearn entraron en Zaragoza en 1118, la
restauración de la mitra cristiana exigía la presencia física de
las reliquias valerianas. El capítulo de Roda fue generoso y envió primero un brazo y, más tarde, el cráneo del obispo
confesor (éste en 1170, bajo el reinado ya de Alfonso II). Estas reliquias se custodian y veneran en la Catedral del Salvador de Zaragoza, destacando el busto-relicario de San Valero, magnífica obra de arte que contiene su cráneo y que fue donado a la Seo zaragozana en 1397 por el Papa Benedicto XIII.